Dice Holden Caulfield sobre los libros:

“Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras”.

Esta página nace porque hay artistas cuyos mundos cambian el tuyo. Porque una vez que los conoces ya no puedes prescindir de ellos. Porque los consideras amigos tuyos aunque jamás llegues a tratarlos en persona. Porque nunca hablarás con ellos pero ellos se comunican constantemente contigo. Porque ya forman parte de ti.

domingo, 12 de octubre de 2008

RELATOS ENCADENADOS DE RAY LORIGA:FIN

Aquí van los tres últimos relatos con los que culmina la historia por partes que ha venido publicando Ray Loriga en la Revista Man

LA HISTORIA COMPLETA:

EL FINAL, POR AHORA (I)
PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)
DENTRO DEL BOSQUE (III)
CAPERUCITA LOCA (IV)
FUE UNA NOCHE MUY EXTRAÑA (V)
NADA MALO (VI)
UNA VIDA DIFERENTE (VII)
ZIG ZAG (VIII)
UN SEGUNDO (IX)
EL CORAZON ENVENENADO (X)
ROSAS DE PLÁSTICO (XI)
LA NIÑA MANDA (XII)


X. EL CORAZÓN ENVENENADO
Y un segundo después todo había terminado. El hombre del cuchillo yacía en el suelo sobre su propia sangre. La mujer hermosa consolaba a la niña valiente. El camarero volvía a poner la escopeta bajo la barra de la cafetería y el conductor sin coche se fumaba un cigarrillo. A veces, en la vida, todo se encadena, todo encaja a la perfección en el entramado de la desgracia. Sucede igual con los milagros. Una sucesión de pequeñas fortunas sincronizadas casi por azar pueden resolver el más oscuro de los problemas, como quien camina silbando por un laberinto que, por una vez, conduce a la puerta de salida. A veces la vida se esmera en salvarnos con el mismo tesón que puso y pondrá, en otras muchas ocasiones, con el único fin de destruirnos. O eso, o la buena puntería.

¿Qué tal tira?, le había preguntado el conductor al camarero, mientras el asesino sujetaba el filo de su cuchillo junto a la pupila de la niña.

Bastante bien, había contestado el camarero, sin presunción alguna.

Les doy a los conejos entre la maleza.

Los conejos son pequeños y muy rápidos, había contestado el conductor.

Y sin embargo el camarero tenía miedo, porque era un hombre prudente.

¿Y la cría?, había preguntado mientras se llevaba el arma a la cara para apuntar.

La cría es valiente. Sabe lo que tiene que hacer.

Y así fue. Un segundo antes de que sonase el disparo, la niña se agachó, el cuchillo se giró sobre el ojo de nadie, sin hacer sangre, y el asesino estaba muerto antes de saber qué demonios estaba pasando.

La mujer hermosa corrió a abrazar a la niña valiente. El conductor se acercó para asegurarse de que estaba bien. Apartó con cuidado el pelo del rostro de la niña y le miró a los ojos. Ni un rasguño.

No siempre salen bien las cosas, pero cuando salen bien, da gusto. El conductor encendió un cigarrillo y pateó un poco al muerto con la punta del zapato para asegurarse de que estaba muerto y de que no se levantaría como esos asesinos de las películas malas.

El horror, cuando termina, se convierte en cualquier cosa. Se recuerdan para siempre las desgracias que suceden, y se recuerdan con amargura, pero las que no terminan de suceder se las lleva el viento. Había muerto mucha gente durante los dos últimos días, pero nadie que el conductor conociera o tuviera por qué llorar. No eran sus muertos. La mujer estaba viva, la niña también, el camarero era, efectivamente, un cazador de primera.

No debe de ser nada fácil acertarle a un conejo al amanecer entre las ramas. Dispararle a un asesino en la cara tampoco, pero es de imaginar que quien mata lo pequeño y veloz, puede también con lo grande y lento.

¿Quién era ése?, nunca lo había visto por aquí,preguntó el camarero.

Creo que estaba de paso, contestó el conductor.

La mujer miró los zapatos del muerto. Eran los zapatos que había visto en la fiesta tras la cortina.

Es el monstruo que se coló en la fiesta, dijo.

Sí, respondió el conductor.

Tal vez me seguía, dijo ella.

Seguramente no, respondió él, hay gente que mata porque sí, sin tener que perseguir a nadie en concreto. Supongo que se creen la ira de Dios o algo parecido. Los asesinos suelen tener unas ideas muy raras sobre sí mismos. Cualquier idiota con un cuchillo se cree que es parte de una misión, o una leyenda, los asesinos le dan muchas vueltas a esas cosas. Imagino que pasan demasiado tiempo solos.

Yo también paso mucho tiempo sola, dijo la niña, y nunca he matado a nadie.

Es cuestión de corazón, dijo él, hay gente que lo tiene envenenado.

De pronto se dio cuenta de que por fin ya no le dolía la cabeza. No hay como el rugido de un disparo para terminar de despertar de una vez. Sintió que las cosas se ordenaban con cierta placidez. Pensó que no tenía más que llevar a esa mujer finalmente a su destino, y tal vez cuidar de esa niña, para que todo tuviera de nuevo un orden aceptable.

Le gustó imaginarse algo ordenado.

Tal vez deberíamos limpiar todo esto, dijo el conductor.

El camarero dejó la escopeta bajo la barra y se fue a buscar un cubo y una fregona.


XI. ROSAS DE PLÁSTICO


El conductor palpó las ropas del muerto buscando las llaves del coche. Cuando dio con ellas, le preguntó al camarero qué pensaba hacer con el cadáver.

Yo me encargo, dijo el camarero, como si fuese la cosa más normal del mundo, como si hiciese desaparecer muertos todos los días.

Váyanse... añadió, y hagan como que esto no ha pasado.

Gracias, dijo la niña.

Salieron de la cafetería como una familia, pero apenas se conocían. El conductor, la mujer y la niña no tenían en común más que una serie de crímenes cometidos por un hombre que ya había muerto. Y sin embargo el conductor se sentía bien en su compañía… A veces sucede que entre desconocidos se crea por un momento la ilusión de una cercanía y un consuelo que en realidad no existen. O tal vez es al contrario, tal vez la realidad, el territorio de lo normal y conocido nos cuenta cosas de nosotros mismos que no son del todo ciertas.

Abrió la furgoneta, la niña se sentó detrás y la mujer y él delante. Se alegró de tener de nuevo un coche aunque fuese el coche de un asesino en serie. Al fin y al cabo era un conductor y eso es todo lo que era, y sin un coche y nadie a quien llevar, no era nada.

La niña encontró en el suelo un ramo de rosas.

Son de plástico, dijo con cierto fastidio. Nunca había visto un ramo de rosas de plástico. En realidad nunca había visto un ramo de rosas. ¿Puedo quedármelas?

Supongo que sí, dijo la mujer.

Antes de arrancar, el conductor pensó a dónde ir. No podía llevar a la niña a su casa porque allí sólo quedaban los cuerpos despedazados de su padre y su hermano. Tendré que cuidar de ella para siempre, pensó. Y la idea no le pareció del todo mal. En cuanto a la mujer, volvería a dejarla en la ciudad, en el lugar exacto donde la había recogido. Eso era lo que le gustaba de su trabajo, dejar a la gente sana y salva en algún sitio y no verlos nunca más. Ojalá se pudiera dejar todo en algún sitio para no volver a verlo. Ojalá se pudiese no pensar de nuevo en lo que ya se ha pensado. Ojalá se pudiese enterrar a los muertos y olvidar sus nombres. Ojalá se pudiesen olvidar los besos, las miradas, todo lo que se ha hecho y las razones que nos movieron a hacerlo. Ojalá se pudiera seguir viviendo sin el recuerdo de lo vivido.

El conductor se dio cuenta de que no tenía nada que valiese la pena guardar y se dio cuenta también de que su trabajo era conducir a los demás y abandonarlos. Se preguntó si sería capaz de cuidar de esa niña y si no sería mejor buscarle un lugar seguro muy lejos de él. Se preguntó qué clase de hombre era y por qué demonios no conseguía albergar ninguna de las emociones que consideraba normales. Ni miedo, ni angustia, ni rencor, ni esperanza, ni nostalgia, ni cariño, ni siquiera un interés por pequeño que fuera por su pasado o su futuro. Se preguntó finalmente si estaba vivo y concluyó que sí, pero de una manera muy rara.

Mientras abandonaba la gasolinera y tomaba la autopista, pensó cómo sería para los demás este oficio de vivir. De dónde sacaban las fuerzas y el entusiasmo.

La mujer dijo algo que no escuchó. La niña entonó una cancioncilla, los árboles proyectaron una sombra corta, de mediodía. La vida, su vida, se había terminado hace tanto tiempo que no era capaz de señalar cuándo. De niño había soñado con algo, algo que quería hacer o alguien que quería ser de mayor, pero ya era mayor y no era nada.

Se distrajo conduciendo, mirando las líneas de la carretera y trató de no pensar en nada más.
¿Por qué le había besado esa mujer?¿Volvería a besarlo de nuevo? Seguramente no. Le costó aceptar esa idea. Miró a la mujer sin que ella se diera cuenta y deseó que todo fuera muy distinto. Que hubiera aún otro beso. Que a este día absurdo le siguiera otro mejor, pero tampoco creyó merecerlo.

Rosas de plástico para un hombre muerto.

La carretera se alargaba mientras conducía. Jamás llegaría a ningún sitio.


XII. LA NIÑA MANDA

Mi abuela vive a menos de cincuenta kilómetros de aquí, puedes dejarme en su casa, ella me cuidará bien.

Él se había imaginado capaz de cuidar de la niña pero también se había imaginado otras muchas cosas que nunca sucederían.

¿No quieres volver a tu casa?, preguntó la mujer.

En mi casa ya no hay nada, dijo la cría. Mi padre y mi hermano ya están muertos.

¿Cómo lo sabes?, pregunto él.

Porque yo le pedí que los matara, respondió la niña. Y después se puso a mirar, distraída, por la ventanilla, como hacen los niños cuando han dado por zanjado un tema del que no tienen nada más que decir.

El conductor lo aceptó con tranquilidad, se había acostumbrado a aceptarlo todo por extraño que fuera. La mujer guapa, sin embargo, no estaba dispuesta a olvidar el miedo que había pasado en las últimas horas. No le gustaba pasar miedo y no le gustaba que no le dieran explicaciones. Era la clase de mujer que exige explicaciones sin sentirse obligada a darlas. Algunas mujeres muy guapas son así.

¿Qué pasó en la casa, en aquella fiesta? ¿Por qué mató a esa gente? ¿También fue idea tuya?

Sí y no, dijo la niña. Me encontré a ese hombre en el bosque y me dijo que era un asesino y yo me reí y le dije que no me lo creía y él dijo que me lo demostraría y yo le dije que en esa casa fuera del bosque hacían fiestas con modelos y actrices y ricos y gente que no me gustaba y que si podía matar allí y clavar doce rosas en la nieve, sabría que era un asesino de verdad y que lo había hecho por mí y que entonces le dejaría matar a mi padre y mi hermano y me iría con él.

La niña hizo una pausa, un poco aburrida de su propia historia, antes de continuar.

Aunque esa parte no era verdad. No pensaba irme con él, sólo quería que matase a mi padre y a mi hermano porque me pegaban y me hacían otras cosas y yo tenía muchas ganas de irme con mi abuela, que me quiere mucho y me cuida bien.

Estáis todos locos, dijo la mujer, enfadada.

El conductor no se atrevía a decir quién estaba loco y quién no, ni le parecía que fuese cosa de locos salirte con la tuya cuando todo está en tu contra y eres mucho más pequeño que el tamaño de tus problemas. Le pareció, por el contrario, que la niña estaba muy cuerda y era la mar de lista. Él nunca había sido capaz de lograr que los demás hiciesen lo que quería. A decir verdad, ni siquiera había conseguido nunca saber qué demonios quería.

¿Dónde vive tu abuela?, preguntó.

Cincuenta kilómetros en línea recta, dijo la cría. Yo te aviso cuando llegue el desvío.

Perfecto, pensó él, por fin alguien le decía a dónde ir. Ése era su trabajo. Ya no tendría que pensar en nada más.

La mujer cerró los ojos. Quería quedarse dormida y despertar en la ciudad, cuando todo hubiese pasado y, seguramente, quería también no volver a recordar nada de esto, puede que incluso tuviese otras cosas que olvidar.

Algunas mujeres guapas se olvidan fácilmente de lo que no sale del todo bien y no se las puede culpar por ello.

El conductor, en cambio, estaba condenado a recordarlo todo. Su vida no estaba llena de episodios memorables, y además era absolutamente incapaz de olvidar un crimen, o un beso.


FIN