Dice Holden Caulfield sobre los libros:

“Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras”.

Esta página nace porque hay artistas cuyos mundos cambian el tuyo. Porque una vez que los conoces ya no puedes prescindir de ellos. Porque los consideras amigos tuyos aunque jamás llegues a tratarlos en persona. Porque nunca hablarás con ellos pero ellos se comunican constantemente contigo. Porque ya forman parte de ti.

lunes, 7 de abril de 2008

PODRÍA MORIR DE FRÍO_RAY LORIGA



Publicado en la Revista Man el 29 de noviembre de 2007


Relatos anteriores:

EL FINAL, POR AHORA (I)


Dibujo de José Antonio Loriga




PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)
Cuando dejó atrás el coche semienterrado entre la nieve, no se paró a pensar en ello, pero al adentrarse en el bosque se dio cuenta de que el frío podría matarla. Creyó que pensaba en voz alta cuando la niña lo dijo.

“¿Va a dejarla en el coche? Se va a morir de frío”. Al principio no vio a la niña, sólo escuchó su voz. Pero sabía que las voces en el bosque pertenecen a la gente, y no creía en duendes ni en fantasmas. La niña no estaba escondida, ni mucho menos, estaba sentada en una piedra grande a la sombra de un árbol. La vio cuando se giró, tras escuchar su voz, y al principio no quiso contestar.

La niña se levantó y se sacudió la nieve del abrigo. Llevaba botas altas, y el pelo recogido con una flor de plástico.

“Hace muchísimo frío”, dijo la niña, juntando las manos antes de guardarlas en los bolsillos.

“Lo he visto todo, parecía que lo hacía a propósito. Si hubiese querido estrellarse no lo hubiera hecho mejor”.

“¿Qué haces aquí?”, preguntó él.

“Voy al colegio, siempre voy al colegio por el bosque porque mi madre no me deja cruzar la carretera. Lo he visto todo. ¿Lo ha hecho a propósito?”

“No lo sé. ¿Sabes qué ha pasado con el chófer? No está en el coche.”

La niña se rió y él se sintió mal, porque no había dicho nada gracioso.

“El chófer es usted”, dijo entonces la niña, señalándole con el dedo. “Usted conducía el coche y usted se salió de la carretera y se empotró contra ese montón de nieve y luego salió andando y se tumbó allí”. La niña señaló el prado cubierto de nieve que separaba la carretera del bosque.“Y estuvo tumbado un buen rato y luego se levantó y fue hacia el coche, y pensé que iba a ayudarla, pero no lo hizo. Y hace muchísimo frío y si la deja ahí se va a morir de una pulmonía o algo”.

Él se quedó pensando un segundo. No sabía que él fuera el chofer. Sabía que iba en el coche pero se imaginaba a sí mismo en el asiento de atrás, junto a ella. Se imaginaba, como sucede a menudo, más importante de lo que era. Más enamorado, más feliz, más alto, más fuerte, más afortunado. Se imaginaba, como sucede a veces al despertar de un sueño hermoso, dueño de una vida mejor. Una vida en la que él era un hombre mejor. Se puede soñar con cosas que no son nuestras y perderlas al despertar. Igual que nos consuela el día de nuestras pesadillas, a veces nos condena el mundo real a obligarnos a admitir la enorme diferencia entre nosotros y nuestros mejores sueños.

La niña se dio cuenta de que estaba confundido.

“A lo mejor tiene usted amnesia”.

“No, lo recuerdo todo perfectamente. Bueno, todo no. Pensé que iba en el asiento de atrás y pensé que ella me quería”.

“También se puede querer a un chófer”, respondió ella.

“Supongo que sí”, dijo él.

“Podría morir de frío”. Y aquí la niña repitió su gesto de antes, frotándose las manitas juntas.

“Nadie muere congelado, no con este sol. De hecho hace calor y me gustaría tomarme una cerveza”.

La verdad es que la nieve no duraría mucho bajo ese sol de invierno, o al menos eso es lo que él pensaba. Y la mujer que dormía, tranquilamente, dentro del coche despertaría tarde o temprano y estaría bien. Nadie muere de frío bajo un sol como éste, pensó de nuevo, como quien se da dos razones idénticas para una misma conclusión, y no le quedó la menor duda.

“¿Bebe usted por la mañana?”. Y la niña subrayó sus palabras con un gesto de sensata reprobación.

“Algunas mañanas, no todas”.

“Hay una cafetería en la gasolinera. No está muy lejos. Si quiere le acompaño”.

“¿Tú no ibas al colegio?”, pregunto él, que empezaba a estar tan cansado de hablar, que hubiese preferido que esta dichosa niña no hubiera nacido nunca, o al menos que no estuviera en este bosque, sino en otro.

“A veces no voy, el colegio en realidad no me gusta nada. A veces, camino del colegio, me entretengo con cualquier cosa”.

“A mí también me pasaba”.

“No es que no quiera aprender, es que me aburro muchísimo”, dijo la niña, alargando el muchísimo hasta hacerlo francamente aburrido.

Si hubiera podido elegir, él no hubiera estado tampoco en ese bosque, ni entre la nieve, ni cerca de ese coche que al parecer conducía.

Si hubiese podido elegir, y esto también sucede a menudo, tendría otra vida, e incluso sería otra persona.

En ese momento la niña señaló el coche alarmada, como si hubiera visto un fuego.

“¡Se levanta!”.

Se giró, y vio que, en efecto, la mujer del coche se levantaba.

“¡Qué alta es!”, dijo la niña.

Él la miro detenidamente, tenía las piernas largas y delgadas, y era más hermosa de lo que recordaba. Puede pasar, aunque no es común, que una mujer se haga más guapa cada vez que cierras los ojos, o cuando le das la espalda, o en definitiva, entre dos miradas.

“Sí que es alta”, dijo él.

Mientras ella se desperezaba, aún aturdida, junto al coche casi enterrado en la nieve, en la cuneta, él se dio cuenta de que la quería, y de que si hubiese podido elegir, hubiese preferido no ser su chófer.

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