Dice Holden Caulfield sobre los libros:

“Los que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quisieras”.

Esta página nace porque hay artistas cuyos mundos cambian el tuyo. Porque una vez que los conoces ya no puedes prescindir de ellos. Porque los consideras amigos tuyos aunque jamás llegues a tratarlos en persona. Porque nunca hablarás con ellos pero ellos se comunican constantemente contigo. Porque ya forman parte de ti.

lunes, 7 de abril de 2008

ÚLTIMOS RELATOS DE RAY LORIGA




He descubierto textos recientes de Ray Loriga, que publica en la revista MAN, de periodicidad mensual. Los relatos tienen continuidad.



Los subo en posts diferentes, aunque unidos sean una misma historia.

Su orden es:


EL FINAL, POR AHORA (I)


PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)


DENTRO DEL BOSQUE (III)


CAPERUCITA LOCA (IV)


FUE UNA NOCHE MUY EXTRAÑA (V)


NADA MALO (VI)


UNA VIDA DIFERENTE (VII)

FUE UNA NOCHE MUY EXTRAÑA_RAY LORIGA




Publicado en la Revista Man el 25 de febrero de 2008

Relatos anteriores:

EL FINAL, POR AHORA (I)

PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)

DENTRO DEL BOSQUE (III)


CAPERUCITA LOCA (IV)



FUE UNA NOCHE MUY EXTRAÑA (V)



Parece cansada, dijo la niña, mientras la mujer se acercaba a la barra. La cafetería de la gasolinera estaba vacía. No hay muchos conductores que madruguen para conducir entre la nieve un día de fiesta. La mujer apoyó los codos sobre el mostrador, y sujetó la cabeza entre las manos. Por un segundo su cabeza desapareció dentro de su abrigo de piel.

La niña la miraba atentamente. Nunca había visto a una mujer así, fuera de las páginas de una revista.

La mujer pidió un vaso de agua.

Dale una botella, Raúl, le dijo la niña al camarero.

La mujer se giró y miró hacia la mesa en la que estaban la niña y su tazón de chocolate y el hombre y su cerveza. El agua aquí no sabe muy bien, dijo la niña, como si quisiese excusarse por haberse entrometido.

No llevo dinero encima, dijo la mujer.

No pasa nada, dijo la niña, yo invito.

La mujer cogió su botella de agua y se acercó a la mesa.

¿Puedo sentarme?, preguntó.

Claro, respondió la niña. Y después se echó a un lado, para que la mujer preciosa pudiera sentarse junto a ella.

La mujer estaba por fin sentada junto a una niña que no conocía y enfrente del hombre que no era más que el conductor de su coche pero al que seguramente había besado.

Él, por su parte, sabía ahora que no lo había imaginado todo. Al verla tan de cerca recordaba claramente que la había tenido entre sus brazos, y recordaba también que ella temblaba.

Temblaba de miedo, dijo ella entonces, como si le hubiera leído el pensamiento.

A lo mejor era de frío, dijo la niña.

No, era de miedo, dijo él.

Gracias por sacarme de allí, añadió ella , mientras extendía la mano para alcanzar el paquete de cigarrillos.

Él sacó un cigarrillo del paquete y se lo dio. Luego encendió el mechero y la mujer se inclinó sobre la mesa para prender el cigarrillo. Él se encontró de pronto a muy poca distancia de sus labios y no pudo evitar sentirse incómodo, como alguien que vuelve a un lugar que no es el suyo, así que apartó la mirada y no supo si ella le miraba o no a los ojos, ni cómo le miraba, ni por qué.

Había sangre debajo de la nevera, dijo ella.

Y el recordó la sangre que goteaba desde el interior de la nevera entreabierta hasta encharcar el suelo de la cocina.

Lo vi, dijo él.

Y había uno de esos cuchillos eléctricos manchado de sangre, sobre la mesa, dijo ella.

Eso también lo vi, respondió él.

No sé que clase de fiesta macabra era ésa. Había docenas de rosas de plástico clavadas sobre la nieve. Y un hombre disfrazado de Papá Noel, sentado junto a un saco vacío.

La mujer cerró entonces los ojos, la niña tenía razón, parecía muy cansada.

Ni siquiera sé por qué estaba allí. Mi agente cree que es importante. Mi agente piensa que no puedes decir no a ciertas personas, a ciertas cosas, a ciertas fiestas....

La niña miró un segundo a la mujer, y después miró al hombre y luego miró por la ventana de la cafetería. Un enorme camión cargado de cerdos aparcó casi frente a la puerta, y un camionero bajó de un salto desde la cabina del camión y entró.

El camionero pidió un café en la barra y corrió hacia el baño.

Pobres cerdos, dijo la niña, imagino que no les gusta nada viajar así.

La mujer abrió los ojos.

Entré en la casa al oír sus gritos, dijo él, y de pronto se extrañó de no ser capaz de tutearla. Seguramente no lo había hecho nunca, al fin y al cabo, y por mucho que la hubiese besado, no era más que su conductor.

Yo no fui la primera en gritar, dijo ella, la otra chica empezó a gritar antes que yo.

La otra chica estaba desnuda, dijo él.

Yo también, dijo ella. Me puse el vestido poco antes de que entraras, cuando todo el mundo empezó a correr.

¿Por qué estabas desnuda?, preguntó la niña.

Estábamos los tres en una de las habitaciones, respondió ella. Esa chica, y yo, y ese tío que creo que era francés.

¿Era guapo?, preguntó la niña.

Muy guapo, dijo ella. Estábamos los tres besándonos en la cama cuando la otra chica empezó a gritar. Había alguien más en la habitación... después golpearon la puerta y oímos gritos en el jardín, y carreras por los pasillos.

¿Quién más había en la habitación?, pregunto él.

No lo sé. Estaba escondido detrás de las cortinas. Un hombre muy alto. Sólo vi sus enormes zapatillas asomando y su sombra tras las cortinas. Cuando salí al pasillo, un hombre me sujetó por el brazo y me dijo que habían cortado a más de uno en trozos muy pequeños...

¿A que se refería?, preguntó la niña.

No lo sé, respondió ella. No dijo nada más, han cortado a más de uno en trozos muy pequeños...

Todo el mundo corría. Al bajar por la escalera alguién me empujó y caí. Me raspé las mejillas contra la moqueta.

La mujer se llevó la mano a la mejilla. La niña vio que aún estaba enrojecida.

Tú me recogiste del suelo y me sacaste por la puerta de la cocina. Entonces vi la sangre debajo de la nevera. Estaba temblando de miedo.

¿Y entonces, él la besó?, preguntó la niña.

No, eso fue luego, dijo él.

La mujer sonrió por primera vez. Cuando entré en la casa, vi algo más, añadió él.

¿Qué?, preguntó la niña.

Había algo escrito en la pared, algo escrito con sangre o tinta roja.

¿Qué?, repitió la niña con la cara semiescondida dentro de su tazón de chocolate.

Nada.

¿Nada...?, preguntó la niña. Nada. Escrito en grandes letras rojas. NADA.

El camionero salió del baño. Y apenas había dado un sorbito a su café cuando al mirar hacía la puerta se dio cuenta de que su camión ya no estaba.

¡ME HAN ROBADO EL CAMIÓN! El camarero dejó por un segundo de limpiar el mostrador con un trapo empapado en ginebra barata.

La niña no pudo evitar reírse.

Mi padre está loco, dijo. No sé qué vamos a hacer con tantos cerdos...


CAPERUCITA LOCA_RAY LORIGA

Publicado en la Revista Man el 31 de enero de 2008


Relatos anteriores:

EL FINAL, POR AHORA (I)
PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)
DENTRO DEL BOSQUE (III)


CAPERUCITA LOCA (IV)

Por segunda vez en la misma mañana, se despertó tumbado sobre la nieve. El frío en la cara y la humedad le resultaron familiares. Las desgracias repetidas producen a menudo ese efecto. Abrió los ojos y vio a la niña, sentada con las piernecitas juntas sobre una gruesa rama.

¿Todavía quiere una cerveza?, dijo la niña.

Le dolía demasiado la cabeza para contestar, pero lo cierto es que le apetecía una cerveza, le apetecía tanto que hubiese sido capaz de matar a un ángel por una cerveza bien fría. Se incorporó despacio y se palpó la ropa. Ni gafas, ni cartera, ni teléfono. Su reloj de oro tampoco estaba ya en su muñeca. Era un regalo de su padre y lo echaría de menos.

Podrían haberle pegado más, son muy brutos, pero les pedí que no le hicieran mucho daño... dijo la niña. Gracias, dijo él. De nada, contestó la niña, moviendo los piececitos para sacudirse la nieve de las botas.

Me cae usted muy bien. Siento que mi padre y mi hermano le hayan robado. A veces roban a la gente que se pierde en el bosque. Yo les ayudo y también intento que no maten a nadie, porque son un poco brutos. La gasolinera no está lejos, si todavía quiere una cerveza...

No tengo dinero...

Yo sí, me han dado mi parte. No me importa invitarle. Al fin y al cabo, hasta hace nada era su dinero...

¿Qué clase de caperucita loca eres tu?

No se enfade, dijo la niña. Son mi padre y mi hermano... ¿Que quiere que haga? Y además prefiero que peguen a otro, porque cuando no encuentran a nadie a quien pegar, me pegan a mí.

Lo entiendo..., dijo él, peinándose el pelo hacia atrás con las manos, tratando de recobrar la compostura.

Luego se levantó. La niña también se puso en pie y le sonrió.

¿Ve? No le han pegado muy fuerte. Venga conmigo, le invito a lo que quiera.

La niña se puso a andar y él la siguió. No tenía nada mejor que hacer y quería salir de ese bosque de una vez por todas.

Cuando llegaron a la gasolinera, su dolor de cabeza comenzó a disiparse, le dolían aún las costillas, pero no le pareció que tuviera nada roto. Tenía razón la niña, podría haber sido peor.

Entraron en el pequeño bar, a pocos pasos de los surtidores donde sólo había un camión enorme que cargaba con lo que parecía una hélice gigante.

Es para los molinos de viento, dijo la niña. Están poniendo muchos en el monte. Son muy bonitos.

Al entrar en el bar, la niña se fue derecha a la máquina de cigarrillos. ¿Qué marca fuma usted? Preguntó mientras echaba las monedas.

Camel, respondió él.

Como mi padre...

La niña le dio el paquete.

Raúl, dale fuego a este señor y una cerveza bien fría. Y para mí un colacao muy caliente.

La niña se sentó en una mesa junto a la ventana. Él camarero le encendió el cigarrillo y le regaló el mechero. Así son las cosas a veces, primero te roban y luego te invitan. Nada que objetar en cualquier caso.

Cogió el mechero y fue sentarse frente a la niña. Me cae usted muy bien, dijo la niña, no me extraña que ella le quiera tanto.

Él no supo que contestar.

Llegaron la cerveza y el colacao. Él bebió un trago muy largo directamente de la botella. La niña empezó a disolver el sobrecito de chocolate con muchísima paciencia.

Cuando sea mayor, dijo la niña, dándole vueltas y vueltas a su cucharita, encontraré a alguien que me quiera mucho. Y a ese no le robarán en el bosque. Le cuidaré tanto que no tendrá más remedio que cuidarme mucho a mí y tendremos muchos muchos hijos. Cien a lo mejor.

Cien, son muchos, dijo él.

¿Tiene usted hijos?, preguntó la niña.

Dos, respondió él.

¿Y cómo son?

Mejores que yo...

En ese momento pensó en sus hijos, y en lo poco que quedaba ya para las navidades y se dio cuenta de que aún no había empezado a comprar regalos. A veces un hombre quiere de veras hacer muchas de las cosas que no hace, y eso le convierte en un hombre muy triste.

Tenía la ropa manchada de nieve sucia. Trató de limpiarse un poco con las manos. Le hubiese gustado tanto estar enamorado, sólo así se entienden algunas cosas. Sólo así se soporta casi todo, por extraño que sea. Bebió un poco más de cerveza y encendió otro cigarrillo. Al mirar por la ventana vio cómo el camión que cargaba la hélice se marchaba. También vio cómo la mujer a la que había abandonado en la carretera se acercaba. No era un hombre miedoso, pero sintió un escalofrío.

Sabía que vendría, dijo la niña, con un cómico bigote de chocolate en los labios.

Pues sabías mucho más que yo, respondió él, mientras la mujer cruzaba ya la puerta del bar.


DENTRO DEL BOSQUE_RAY LORIGA




Publicado en la Revista Man el 16 de enero de 2008


Relatos anteriores:


EL FINAL, POR AHORA (I)
PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)



DENTRO DEL BOSQUE (III)


Al verla salir del coche, sin darse ni cuenta dio un paso atrás, y luego otro escondiéndose cada vez más dentro del bosque. La niña le seguía.

Andando también hacia atrás, poniendo, divertida, sus pasos sobre las huellas que él dejaba. Como si todo esto, el accidente, el hombre tumbado sobre la nieve, la mujer dormida en el coche y ahora despierta junto a la carretera, no fuera más que un juego.

Desde donde estaban aún podían ver la carretera, el coche entre la nieve, y a la mujer que merodeaba alrededor del coche mirando en todas direcciones.

Es muy guapa, dijo la niña... y lleva un abrigo muy caro. Parece que no sabe dónde ir... Tal vez le esté buscando.

Él se ocultó detrás de un árbol.

La niña esta vez no se movió pues no quería perder de vista a la mujer.

Sonó el móvil, y él se llevó de inmediato la mano al pecho para ahogar el sonido del teléfono. Mantuvo la mano así, sobre el corazón, hasta que el teléfono, guardado en el bolsillo interior de su chaqueta, dejó de sonar.

¿Por qué no ha contestado?, dijo la niña. Era ella... y se ha enfadado...

Se asomó un poco para verla. Más que enfadada parecía triste pero desde esa distancia le era imposible precisarlo.

La vio apoyarse en el coche y guardar el teléfono en el bolsillo de su abrigo de piel.

Era desde luego una mujer muy hermosa y la distancia no tenía nada que ver en eso. La recordaba perfectamente. Recordaba también su manera de sonreír, que le pareció franca en un principio pero que después le llenó de desconfianza. Una sonrisa dulce que parecía capaz de repetirse en cualquier circunstancia para defenderse de cualquier daño. Una sonrisa que no era un puente, sino un seto exquisitamente cuidado, alrededor de un precioso jardín.

No llama a nadie más, dijo la niña. A lo mejor no conoce a nadie, a lo mejor es extranjera, a lo mejor sólo tiene su número porque usted es su chófer, al fin y al cabo. A lo mejor no sabe conducir y por eso lo necesita, porque si no podría irse en el coche ella solita, y tan contenta. El coche no parece roto. ¿No está roto, verdad?

No, no creo, contesto él.

A lo mejor hay algo más, algo de amor...

¿Por qué tendría que haberlo?

No lo sé, dijo ella, pero me gustaría que lo hubiera... No me importa perderme el colegio por una historia de amor, pero si no es más que un accidente... sería todo más aburrido. A mi hermano le gustan las péliculas de violencia, pero a mí me gustan más de amor. Es normal ¿No? Siendo una niña y eso...

¿Dijiste que había un bar por aquí?, preguntó él.

Es más bien una cafetería, junto a la gasolinera. Pero tienen bebidas. Mi padre bebe mucho ahí.

Se giró por fin, dándole la espalda a la mujer, pero la mujer no pudo verlo. Después empezó a caminar. No supo porqué lo hacía. ¿Por qué alejarse de ella si la quería?

¿Por qué abandonar su coche en la cuneta?

¿Por qué cargar con esta niña tan rara?

¿Por qué no vamos por ella?, dijo la niña. A lo mejor quiere desayunar.

Él no contestó, siguió caminando sobre la nieve, y la niña otra vez se fue tras él. Colocando con cuidado sus zapatitos dentro de cada una de sus huellas.

No era un bosque muy grande, pero se hacía cada vez más denso. Los árboles cada vez más juntos, la nieve cada vez más oscura, pues el sol apenas cruzaba las espesas ramas de los abetos. Se sintió de pronto muy cansado, miró hacia atrás y la niña le sonrió. Pensó que había algo extraño en esa sonrisa, pero enseguida otras preocupaciones le distrajeron. Pensó en la mujer abandonada en la carretera y en cuánto le gustaría pasear con ella de la mano, por este bosque o por cualquier otro sitio. Pensó en si debía pedir un whisky una vez llegara a la dichosa gasolinera, pero le dio vergüenza hacerlo delante de la niña. Seguramente con una cerveza sería suficiente para entonarse un poco y alejar el miedo. Tenía miedo de muchas cosas, pero sobre todo tenía miedo de no volver a verla. Si era su chófer, ¿por qué la había besado? Recordó claramente ese beso y se guardó la certeza de no haberlo imaginado, como quien se guarda la llave de una casa que no es la suya pero a la que podría volver si quisiera.

Y así caminaba viendo ya el final del bosque y pensando en sus cosas cuando se topó de bruces con un hombre grande vestido con un abrigo largo, que llevaba un gorro de lana calado hasta las cejas y una estaca de madera en la mano.

Escuchó a la niña decir: no le hagas daño.

Antes de recibir el primer golpe.

No sintió dolor alguno, pero al llevarse la mano a la frente notó claramente la humedad de la sangre.

El segundo golpe le dio en la mejilla y quemó su piel como si le hubieran golpeado con un atizador de chimenea incandescente.

El tercer golpe lo recibió en la nuca.

Cayó al suelo.

Pensó un segundo si él último golpe se lo habría dado la niña, pero no le pareció que tuviera altura ni fuerza suficientes, y además a la niña le gustaban las historias de amor...

Para cuando le patearon el estomago ya había perdido el sentido.


PODRÍA MORIR DE FRÍO_RAY LORIGA



Publicado en la Revista Man el 29 de noviembre de 2007


Relatos anteriores:

EL FINAL, POR AHORA (I)


Dibujo de José Antonio Loriga




PODRÍA MORIR DE FRÍO (II)
Cuando dejó atrás el coche semienterrado entre la nieve, no se paró a pensar en ello, pero al adentrarse en el bosque se dio cuenta de que el frío podría matarla. Creyó que pensaba en voz alta cuando la niña lo dijo.

“¿Va a dejarla en el coche? Se va a morir de frío”. Al principio no vio a la niña, sólo escuchó su voz. Pero sabía que las voces en el bosque pertenecen a la gente, y no creía en duendes ni en fantasmas. La niña no estaba escondida, ni mucho menos, estaba sentada en una piedra grande a la sombra de un árbol. La vio cuando se giró, tras escuchar su voz, y al principio no quiso contestar.

La niña se levantó y se sacudió la nieve del abrigo. Llevaba botas altas, y el pelo recogido con una flor de plástico.

“Hace muchísimo frío”, dijo la niña, juntando las manos antes de guardarlas en los bolsillos.

“Lo he visto todo, parecía que lo hacía a propósito. Si hubiese querido estrellarse no lo hubiera hecho mejor”.

“¿Qué haces aquí?”, preguntó él.

“Voy al colegio, siempre voy al colegio por el bosque porque mi madre no me deja cruzar la carretera. Lo he visto todo. ¿Lo ha hecho a propósito?”

“No lo sé. ¿Sabes qué ha pasado con el chófer? No está en el coche.”

La niña se rió y él se sintió mal, porque no había dicho nada gracioso.

“El chófer es usted”, dijo entonces la niña, señalándole con el dedo. “Usted conducía el coche y usted se salió de la carretera y se empotró contra ese montón de nieve y luego salió andando y se tumbó allí”. La niña señaló el prado cubierto de nieve que separaba la carretera del bosque.“Y estuvo tumbado un buen rato y luego se levantó y fue hacia el coche, y pensé que iba a ayudarla, pero no lo hizo. Y hace muchísimo frío y si la deja ahí se va a morir de una pulmonía o algo”.

Él se quedó pensando un segundo. No sabía que él fuera el chofer. Sabía que iba en el coche pero se imaginaba a sí mismo en el asiento de atrás, junto a ella. Se imaginaba, como sucede a menudo, más importante de lo que era. Más enamorado, más feliz, más alto, más fuerte, más afortunado. Se imaginaba, como sucede a veces al despertar de un sueño hermoso, dueño de una vida mejor. Una vida en la que él era un hombre mejor. Se puede soñar con cosas que no son nuestras y perderlas al despertar. Igual que nos consuela el día de nuestras pesadillas, a veces nos condena el mundo real a obligarnos a admitir la enorme diferencia entre nosotros y nuestros mejores sueños.

La niña se dio cuenta de que estaba confundido.

“A lo mejor tiene usted amnesia”.

“No, lo recuerdo todo perfectamente. Bueno, todo no. Pensé que iba en el asiento de atrás y pensé que ella me quería”.

“También se puede querer a un chófer”, respondió ella.

“Supongo que sí”, dijo él.

“Podría morir de frío”. Y aquí la niña repitió su gesto de antes, frotándose las manitas juntas.

“Nadie muere congelado, no con este sol. De hecho hace calor y me gustaría tomarme una cerveza”.

La verdad es que la nieve no duraría mucho bajo ese sol de invierno, o al menos eso es lo que él pensaba. Y la mujer que dormía, tranquilamente, dentro del coche despertaría tarde o temprano y estaría bien. Nadie muere de frío bajo un sol como éste, pensó de nuevo, como quien se da dos razones idénticas para una misma conclusión, y no le quedó la menor duda.

“¿Bebe usted por la mañana?”. Y la niña subrayó sus palabras con un gesto de sensata reprobación.

“Algunas mañanas, no todas”.

“Hay una cafetería en la gasolinera. No está muy lejos. Si quiere le acompaño”.

“¿Tú no ibas al colegio?”, pregunto él, que empezaba a estar tan cansado de hablar, que hubiese preferido que esta dichosa niña no hubiera nacido nunca, o al menos que no estuviera en este bosque, sino en otro.

“A veces no voy, el colegio en realidad no me gusta nada. A veces, camino del colegio, me entretengo con cualquier cosa”.

“A mí también me pasaba”.

“No es que no quiera aprender, es que me aburro muchísimo”, dijo la niña, alargando el muchísimo hasta hacerlo francamente aburrido.

Si hubiera podido elegir, él no hubiera estado tampoco en ese bosque, ni entre la nieve, ni cerca de ese coche que al parecer conducía.

Si hubiese podido elegir, y esto también sucede a menudo, tendría otra vida, e incluso sería otra persona.

En ese momento la niña señaló el coche alarmada, como si hubiera visto un fuego.

“¡Se levanta!”.

Se giró, y vio que, en efecto, la mujer del coche se levantaba.

“¡Qué alta es!”, dijo la niña.

Él la miro detenidamente, tenía las piernas largas y delgadas, y era más hermosa de lo que recordaba. Puede pasar, aunque no es común, que una mujer se haga más guapa cada vez que cierras los ojos, o cuando le das la espalda, o en definitiva, entre dos miradas.

“Sí que es alta”, dijo él.

Mientras ella se desperezaba, aún aturdida, junto al coche casi enterrado en la nieve, en la cuneta, él se dio cuenta de que la quería, y de que si hubiese podido elegir, hubiese preferido no ser su chófer.

EL FINAL, POR AHORA_RAY LORIGA


Publicado en la Revista Man el miércoles 10 de octubre de 2007






Dibujo de José Antonio Loriga





EL FINAL, POR AHORA (I)


Se despertó tendido sobre la nieve. Lo cual no le pareció en absoluto extraordinario. Ni triste, ni desolador, ni peligroso, ni nada. Para despertar sobre la nieve, sólo es necesario haberse quedado dormido en la nieve. Despertar no requiere de ningún valor, y es algo que se hace, por así decirlo, naturalmente, y antes de que se presenten las circustancias, como se presentan los fantasmas en las noches de insomnio, se está a salvo, tranquilo, elegantemente tendido en el puente que separa las noches de los días, los muertos de los vivos. El lugar en el que se despierta ya no le pertenece al sueño, de igual manera que esta orilla del río ignora la naturaleza de la otra. Ni siquiera la nieve resulta entonces extraña, ni siquiera el frío que ha construido un esqueleto de hielo en su interior, levanta sospechas. El sol de invierno le quema los párpados cerrados y el bosque que aún no ve, se agita alrededor. Si tan sólo pudiera concederse un segundo más de paz, pero sabe que ya ha amanecido. Como si fuese la cosa más normal del mundo, se palpa la chaqueta, da con el bolsillo en el que están guardadas sus gafas oscuras, y con un gesto mil veces repetido, que en cambio carece en ese instante de recuerdo, al menos de recuerdo consciente, se planta las gafas en la cara. Y sólo después, abre los ojos y al segundo, se levanta. Sobre la gran explanada cubierta de nieve, no hay más rastro que el que acaba de dejar su cuerpo. Sus huellas, si las hubo, se han borrado, y alrededor, como había intuido, se extiende el bosque. No había imaginado, sin embargo, ni por supuesto recordado, la carretera, pero entre los árboles ve ahora claramente pasar los coches y hasta escucha sus motores, algo que hace un instante no estaba allí. Sucede a veces, que sólo percibimos la conversación de alguien sentado muy lejos de nosotros cuando vemos como se mueven sus labios. El mismo principio rige los micrófonos direccionales, que han de ser apuntados, con los ojos, hacia su verdadero objetivo, para poder así escuchar el sonido de las cosas que por fin vemos. Sin dudarlo, camina hacia la carretera, lo cual le dice algo de su condición. Un hombre que camina hacia el interior del bosque, está huyendo, y sin embargo, un hombre que camina hacia la carretera, seguramente sólo piensa en volver. A su pesar, ya ha empezado a reconstruir su historia. Sabe también, y de eso es consciente mientras camina por la nieve, que no es el suyo uno de esos casos de amnesia que animan de cuando en cuando las páginas de los periódicos y que a menudo construyen las tramas de las novelas de misterio con un mecanismo infantil y engañoso. No basta con esconder la receta para convertir un guiso vulgar en una comida memorable. Así que, por lo pronto, se alegra al comprobar que sólo está ligeramente aturdido, y que recuerda bien quién es, por más que aún no esté dispuesto a ponerse un nombre.


Si pudiera tomar un café antes de empezar con esto, se dice, sabiendo que es lo primero que se dice esta mañana, mientras sus pasos sobre la nieve le acercan a la carretera. A través de los últimos árboles ve por fin el coche, aunque sabía que iba a estar allí, como supo antes dónde estaban sus gafas de sol, porque recuerda el accidente, y se recuerda a sí mismo con tanta claridad, como recuerda qué esconde cada uno de los bolsillos de su chaqueta.


El coche está embarrancado en la nieve y la mujer que esperaba encontrar está aún dentro. Antes de mirarla no sabe –no porque no lo recuerde, sino porque no lo sabe– si está viva o muerta. Sí sabe, en cambio, que es preciosa.


El coche es negro, elegante, como lo son los coches de los demás. Uno de esos coches que se conducen desde el asiento de atrás, dando instrucciones. Un coche que no es conducido por uno mismo, sino por un deseo, y un poder, adquiridos con anterioridad. Un coche que de alguna manera anda solo, y de cuyo accidente nadie es del todo responsable. Como el coche de Lady Diana, que avanzaba por un camino ajeno, conducido por un extraño, llevando dentro una desgracia que ya no era sino la proyección de una ambición previa, condenada a entrar en conflicto con las más retorcidas circunstancias.


Lo que más le extraña cuando se asoma a su interior no es encontrarla a ella viva, durmiendo plácidamente, sino la ausencia del chófer. Tal vez haya muerto, se dice, o tal vez haya ido a pedir ayuda, o tal vez, el chófer sí ha perdido la memoria tras el golpe, y camina por el bosque sin rumbo. Aunque también puede ser que el chófer no sea del todo inocente, que estuviera bebido y que no tenga la menor intención de aparecer nunca más.


Ella, es más hermosa aún de lo que recordaba y su vestido de niña tímidamente escotado, ligeramente marinero, sus largas piernas, su boca entreabierta, su pelo rubio desparramado en exquisito desorden sobre el asiento trasero, le reafirman en algo que ya intuyó al despertar sobre la nieve. Algo de lo que ahora está convencido; un segundo antes de este lamentable accidente, él era un hombre feliz, y afortunado.


Ella, y esto lo recuerda muy bien, le dijo al menos una vez, te quiero. Pero ahora, ella tiene los ojos cerrados y está aún dormida, así que no sabe qué pensar. No puede asegurar que vuelva a decirlo.


Durante largo rato contempla el accidente, y a la mujer que duerme, como quien se detiene en un cruce y contempla su sombra caer, dividiéndolo todo en dos opciones exactas, entre el desastre y la oportunidad. Finalmente abandona la carretera, y se adentra en el bosque.


Y sus pasos sobre la nieve ahogan también un “te quiero”, que en su caso, y de eso al menos sí está convencido, no será el último.